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¿QUÉ RELACIÓN HAY ENTRE EL PODER POLÍTICO Y ECONÓMICO?

 

 

A lo largo de la historia la relación entre poder político y poder económico ha evolucionado, lo que se debe sobre todo a que ha dependido del desarrollo del Estado como forma de organización política central de la sociedad. En este artículo haremos referencia a cómo se articuló esta relación en el pasado europeo para, de esta manera, contrastarla con la situación actual.

En primer lugar hay que constatar que desde la desaparición del imperio romano el conjunto de Europa occidental quedó políticamente fragmentada. Tal es así que al comienzo de la época moderna había en esta región cientos de unidades políticas que podríamos llamar Estados o proto-Estados.[1] A esto hay que sumar la proliferación, ya al final de la Edad Media, de una gran variedad de ciudades en el pasillo comercial que iba desde las orillas del Mediterráneo en el norte de Italia hasta el canal de la Mancha, atravesando Francia, Suiza, Bélgica y Países Bajos. En esta época los Estados que existían eran débiles, y sólo de un modo muy incipiente estaban en proceso de modernizarse. No sin razón el medievalista Joseph Strayer llegó a afirmar que en la Edad Media no había Estado como tal.[2]

El escenario europeo era de dispersión política y económica, de manera que las ciudades que existían al comienzo de la época moderna, debido a su inserción en redes comerciales a nivel comarcal, regional y europeo, sin olvidar sus conexiones con el comercio internacional, especialmente con el lejano oriente, las convirtieron en importantes depósitos de riqueza donde proliferaron distintas oligarquías urbanas. Por su parte, los principales exponentes del poder político, los monarcas, contaban con unas capacidades económicas y financieras bastante limitadas, debido a que su principal fuente de ingresos seguían siendo los impuestos que recaudaban de sus dominios personales. Por esta razón la dimensión económica del poder político, que de un modo embrionario se encontraba personalizado en la figura del monarca, era muy reducida en comparación con el conjunto de la economía del reino, de forma que la corona dependía en lo más fundamental de las aportaciones extraordinarias de los poderhabientes locales con los que se veía obligado a compartir su autoridad.

Tanto en la Edad Media como durante la mayor parte de la era moderna los monarcas dependieron de los recursos extraordinarios que lograban obtener de sus vasallos, con lo que tenían que entablar negociaciones y llegar a acuerdos y compromisos para conseguir el consentimiento de los grandes magnates. Por otro lado las ciudades jugaron un papel relevante en la medida en que la corona tendió a apoyarlas al constituir una fuente de ingresos a través del comercio. Esto es especialmente claro en el caso de Francia, donde fueron un instrumento del monarca para drenar de recursos a los señoríos, debilitar a la nobleza y dotarse de una base económica más amplia que la que conformaban sus propios dominios reales. Y algo parecido ocurrió en Prusia donde el Gran Elector se apoyó en las ciudades para obtener recursos económicos y financieros y, así, reducir su dependencia con los junkers.

La construcción del Estado moderno en Europa occidental siguió un camino tortuoso lleno de enfrentamientos, tensiones y derramamientos de sangre. En la medida en que la guerra, y sobre todo la competición geopolítica-internacional de los Estados, fue un elemento decisivo para impulsar el cambio político, y especialmente el desarrollo del Estado en su proceso de modernización, las necesidades de financiar ejércitos cada vez mayores, tecnologías más caras, armadas más grandes, etc., exigió buscar los recursos precisos. El comercio y, sobre todo, las ciudades, fueron la respuesta a esto debido a que eran los lugares en los que existían grandes concentraciones de riqueza, tal y como sucedía, por ejemplo, con las ciudades italianas. Esto produjo unas relaciones contradictorias entre los grandes soberanos y las ciudades, pues estas últimas trataron de conservar su autonomía y privilegios. De este modo la historia de Occidente es en gran parte una historia de tiras y afloja entre ciudades y soberanos, lo que significó la realización de ciertas concesiones por parte del monarca, como fue la confirmación de privilegios o incluso la incorporación de las oligarquías urbanas a las tareas de gobierno, y la concesión de préstamos por parte de las ciudades.[3]

En la medida en que imperó el gobierno por mediación en Europa, donde los soberanos ejercían su dominación a través de potentados locales, al mismo tiempo que debían recurrir a los servicios de contratistas y mercenarios para preparar y hacer la guerra, el poder económico del Estado fue limitado y únicamente supuso un porcentaje bastante pequeño, por no decir ínfimo, del PIB. Esta fase histórica estuvo marcada por el mercantilismo mediante el que las autoridades políticas vincularon los intereses nacionales del Estado y los intereses comerciales de las oligarquías económicas, de manera que se reforzaron mutuamente en la común empresa de extender su dominación más allá de las fronteras nacionales, tal y como ocurrió con la colonización.

No fue hasta la revolución francesa que se produjo un cambio radical, lo que fue debido a la implantación de un gobierno directo desde la cúspide del poder del Estado hasta la base compuesta por el individuo. El aumento del tamaño del Estado, tanto en términos organizativos con nuevas estructuras, como en términos numéricos con un incremento drástico del número de funcionarios, así como del gasto estatal, conllevó igualmente que el poder político aumentase su dimensión económica. A pesar de ello, aún durante el s. XIX fue mayor el tamaño del sector privado en la economía, compuesto por empresas e individuos, que el sector estatal.

El progresivo fortalecimiento del Estado a lo largo de la historia reajustó las relaciones entre el poder económico y el poder político. De hecho puede constatarse que pese a que en Occidente las principales potencias recurrieron al mercado y a diferentes fuerzas sociales para captar los recursos que necesitaban, el paulatino crecimiento del Estado y de su intervencionismo en la economía contribuyó a alterar de un modo definitivo la relación entre poder político y económico. En lo que a esto respecta no sólo fue el incremento de la capacidad de fiscalizar la economía, sino el aumento significativo de la capacidad del Estado para gastar como resultado de la expansión de sus múltiples poderes, pero muy especialmente el militar.

La guerra ha sido históricamente el factor impulsor del crecimiento y desarrollo del Estado a todos los niveles, lo que exigió la organización de la economía para apuntalar el poder militar con el que hacer frente a los sucesivos desafíos de la esfera internacional. Esto se tradujo en un aumento del gasto estatal que significó el acaparamiento de una porción cada vez mayor del PIB nacional, lo que también repercutió en la presión fiscal para financiar los presupuestos. Juntamente con esto el Estado se convirtió en una fuerza económica que impuso una demanda constante en la economía nacional con el establecimiento de contratos, subvenciones, políticas proteccionistas, exenciones fiscales, etc., que impulsaron a las empresas encargadas de suministrarle bienes y servicios, lo que repercutió, a su vez, en el crecimiento económico y el aumento de la base tributaria gracias al incremento de la mano de obra ocupada.

Entre el s. XIX y el s. XX se produjo esta expansión del Estado en lo económico, pero que ya se había anticipado con especial claridad durante la revolución francesa, periodo histórico en el que el Estado francés comenzó a intervenir en todos los aspectos de la vida económica con la regulación de precios, salarios, el establecimiento de tributos, etc. E incluso antes de la revolución francesa, durante la incipiente revolución industrial en Gran Bretaña, el Estado británico desarrolló un creciente poderío económico y financiero con el que logró apuntalar, a su vez, el poder militar con el que alcanzó la supremacía internacional con el establecimiento de un imperio de dimensiones mundiales.

El agravamiento e intensificación de la competición geopolítica-internacional entre las grandes potencias en el último tercio del s. XIX contribuyó decisivamente al aumento del poderío económico del Estado, lo que se produjo a expensas del sector privado que, a causa de la segunda revolución industrial y el creciente gasto estatal, quedó progresivamente supeditado a las demandas del sector público en su condición de suministrador de todo tipo de bienes y servicios. Al fin y al cabo la economía y la industria tienen un papel estratégico en lo que se refiere al poder militar, pues son el sustento de este último, de forma que para satisfacer las necesidades de seguridad el Estado incrementó su intervencionismo económico para adaptar la economía a estas necesidades.[4] La Primera Guerra Mundial, en tanto guerra industrial, fue un claro ejemplo del intervencionismo del Estado en el terreno económico para la movilización de los recursos disponibles con el propósito de apoyar el esfuerzo de guerra. Con este conflicto el Estado, como poder político, se convirtió ya en el principal poder económico por encima de cualquier agente del sector privado.

Así nos encontramos con que en la actualidad el mayor poder económico es el Estado. De hecho, debemos hablar de una fusión de poder económico y poder político en las estructuras del Estado moderno. Ninguna empresa del sector privado reúne una mano de obra semejante a la de cualquiera de los Estados modernos avanzados, ni tampoco dispone de unos presupuestos multimillonarios. Pero vayamos a casos concretos. Así pues, el Estado español dispone de una mano de obra de aproximadamente 3 millones de funcionarios en todos los niveles administrativos, desde el central hasta el local, y un gasto estatal superior a los 500.000 millones de euros. Esto hace que por medio del gasto acapare una porción de aproximadamente el 45% del PIB. El resto del PIB queda repartido entre multitud de grandes, pequeñas y medianas empresas, además de los asalariados y las grandes fortunas. La empresa con mayor número de asalariados a su cargo del capitalismo privado español es El Corte Inglés, con aproximadamente 120.000 trabajadores. Pero a esto habría que sumar el hecho de que muchas de las empresas privadas dependen del gasto estatal gracias a los contratos gubernamentales con los que cuentan, o en su caso de las subvenciones o exenciones fiscales, sin olvidar otro tipo de ayudas en el plano logístico e infraestructural. Esto da una imagen bastante clara de cómo se ha invertido, o más bien transformado, la relación entre poder político y económico, hasta el punto de que estos se han fusionado a través del Estado.

Otro ejemplo, incluso más evidente que el anterior, es el de EEUU. Su economía tiene un tamaño total de poco más de 19 billones de dólares. El gasto federal, por su parte, asciende a 4 billones de dólares, lo que significa el 21% del total de su PIB, a lo que habría que sumar el gasto de cada uno de los Estados miembros de la Unión, de manera que la porción del PIB que se apropian los entes públicos supera considerablemente el 50% de la economía nacional. Por otro lado el gobierno federal tiene a su cargo 2,5 millones de asalariados, lo que le convierte en el mayor empleador de la economía estadounidense. A esto hay que sumar la deuda federal, así como de los Estados, en la medida en que constituyen el reflejo del poderío económico de estas instituciones, pues no hay ninguna empresa que pueda endeudarse por una cantidad total superior al 100% del PIB, como es el caso de EEUU, cuya deuda asciende a los 21,6 billones de dólares.[5]

Por otra parte hay que resaltar que la capacidad de intervención y regulación de la economía y del mercado por parte de las instituciones estatales es considerablemente superior al pasado, lo que hace que virtualmente toda la economía nacional esté bajo el control del Estado, y consecuentemente el viejo poder económico que con anterioridad se había concentrado en ciertas grandes empresas y oligarquías industriales esté, finalmente, supeditado a los intereses y, sobre todo, a las leyes que se encargan de organizar, fiscalizar y gestionar el conjunto de la economía. Por tanto, puede concluirse que las viejas rivalidades entre el poder político y el poder económico, propias de una época ya periclitada, han sido sustituidas por la hegemonía que en términos económicos detenta el poder político del Estado, y más en particular de los Estados modernos y desarrollados. Así pues, poder político y poder económico se han fusionado en el Estado que, como un gran Leviatán, ejerce su supremacía en ambas esferas.

Notas:

[1] Tilly, Charles, “Reflections on the History of European State-Making” en Tilly, Charles (ed.), The Formation of National States in Western Europe, Princeton, Princeton University Press, 1975, p. 15. Hale, John R., War and Society in Renaissance Europe 1450-1620, Guernsey, Sutton, 1998, p. 14

[2] Strayer, Joseph R., Sobre los orígenes medievales del Estado moderno, Barcelona, Ariel, 1981

[3] Esto está bastante bien explicado en Tilly, Charles, Coerción, capital y los Estados europeos 990-1990, Madrid, Alianza, 1992. En esta obra Tilly explica con bastante acierto las relaciones tan difíciles que se produjeron entre monarcas y ciudades en el contexto de construcción del Estado moderno.

[4] Es bastante ilustrativo acerca de la relación entre poder económico y poder político-militar la investigación de Paul Kennedy en relación al auge y posterior declive de las grandes potencias, poniendo de relieve la política mercantilista que pusieron en marcha todas ellas. Kennedy, Paul, Auge y caída de las grandes potencias, Barcelona, Debolsillo, 2013

[5] “America’s Fiscal Future” en GAO U.S. Government Accountability Office www.gao.gov/americas_fiscal_future?t=federal_debt Consultado el 9 de noviembre de 2019